lunes, 23 de enero de 2012

El extraordinario poder de los por qué


Del emprendedor solemos percibir sus respuestas. Nos maravillamos entonces de nuevos dispositivos tecnológicos que se anticipan a nuestros deseos, de redes sociales que cambian la forma en que conversamos o de un Sistema de Orquestas que transforma en música la pobreza de nuestros cerros. Sin embargo, cada producto o servicio que agrega valor existe porque un emprendedor se hizo desde el comienzo preguntas sobre –por ejemplo– el tiempo, la “otredad” y la superación.
En nuestra cultura –que favorece la autoridad y es resistente al cambio– hacerse preguntas puede ser incómodo, incluso transgresor.
Todo comienza en la infancia. Seguramente has escuchado a un niño de tres años preguntándose por qué: ¿Por qué el cielo es azul? ¿Por qué el hielo es frío?… Entonces el adulto, fácilmente cansado ante ese constante ir y venir, dice: “¡Tu sí preguntas! ¡Deja de preguntar tanto!”; haciendo entender que no está tan bien “curiosear”.
El que ha tenido la suerte de estar cerca de un niño sabe que vienen dotados de altísimas dosis de curiosidad. El niño no suele requerir de estímulos para preguntar. La curiosidad, podríamos decir, es un componente originario del ánimo humano. Si dejáramos, si pusiéramos de lado, nuestro empeño en apagar esa enorme sed de saber, esa llama interior que mueve a un niño a preguntar todo el tiempo acerca de todo, estaríamos haciendo un enorme favor, una invalorable contribución, a la humanidad.
Fíjense por qué: De los por qué surgirán los emprendimientos –de negocio, sociales, culturales, políticos– que llevarán al planeta a alcanzar el bienestar que deseamos.
Quienes sentimos en nuestros hijos una renovada esperanza, tenemos hoy una gran oportunidad de aportar algo más a la rueda de la vida, dándole a las preguntas de un niño la importancia que tienen.
Daniel, de tres años, está en plena ebullición de los por qué. ¿Por qué el barco flota? ¿Por qué se hizo de noche? ¿Por qué hay que ir al colegio? Es retador, e incluso divertido, explicarle en sus términos un concepto de física o de ergonomía. El juego se hace más fácil cuando comprendemos que no siempre tenemos que tener una respuesta. Basta con un genuino “¡Qué interesante!” o con un retador “¿Qué piensas tú?” para validar su inquietud. O invitar a Samuel –que tiene ocho años– a proponer una respuesta, o a investigar juntos. Lo esencial es que reciba un mensaje contundente: está bien hacerse preguntas y conversar con otros sobre ellas. Está bien sentir curiosidad, querer saber cómo funcionan las cosas. ¡Está bien preguntarse a cada rato “por qué”!
Tenemos otro reto importante y está en la escuela. Allí también, lamentablemente, la curiosidad suele ser desestimulada. La era industrial determinó la educación que nosotros conocimos y que continúa impartiéndose a la mayoría. Su objetivo principal sigue siendo el de generar personas “empleables” para ocupar puestos de trabajo tradicionales. La entrega de información es la mayor premisa; alfabetización ofrecida en un proceso idéntico para todos, proceso “homogeneizado”, que promueve y celebra la “normalidad”, en el que el factor principal para agrupar a los niños es la edad, donde cada individuo tiene pocas posibilidades de hacer florecer “sus por qué”.
Hoy, en plena era digital, cuando toda la información está disponible en Wikipedia o en una búsqueda en Google, deja de tener sentido –a manera de ejemplo– que un examen consista en probar conocimientos sobre una enciclopedia escolar. Es mucho más relevante que el niño desarrolle la capacidad de preguntarse cosas para él importantes y que en base a ellas se anime a crear.
Los países que entiendan esto más rápido, probablemente tendrán más emprendedores –creando nuevos productos y servicios o reinventando los ya existentes– y menos empleados que esperan a que alguien les diga cuándo y cómo actuar.
Más pronto que tarde la escuela se acoplará a la era digital. Se transformará, dejando atrás el modelo de “fábrica de empleados”, para pasar a formar a los ciudadanos de la era del conocimiento, ciudadanos que nunca dejan de crecer y de aprender, que viven inmersos en la cultura del autodesarrollo. Algunos participaremos menos, otros más en esos cambios. Mientras tanto los padres, hermanos, abuelos o tíos que tenemos la fortuna de estar cerca de un niño de tres años, podemos comenzar a motivarlo para que nunca abandone sus poderosos por qué. Y en esa interacción, curiosamente, muchos reaprenderemos a preguntarnos nuevamente por qué.
La próxima vez que un niño te haga una pregunta, recuerda que quizás ante ti esté un futuro emprendedor. Si conoces la respuesta, respóndele. Si no la conoces, búscala con él. En todo caso, estimula su curiosidad. Quizás en ese niño está la respuesta, una de las respuestas, que el mundo tanto necesita.

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